El lunes nos cambiamos de casa.
La número quince. Sí, 15. Quince casas en una sola vida.
Y si eso suena como mucho, es porque lo es.
Mientras algunas personas pueden contar las casas donde han vivido con los dedos de una mano (y evidentemente les sobran), yo podría usar las dos mías y una patita.
He vivido en departamentos chicos y otros inmensos, en casas pequeñas y casas con espacios que jamás llegamos a habitar. He echado raíces en lugares demasiado ruidosos o ridículamente tranquilos y, si algo sé, es lo que significa empezar de nuevo.
Con la Feñi nos casamos hace casi cuatro años y este ya es el cuarto espacio que habitamos juntos. Cuatro lugares, cuatro mudanzas, cuatro momentos de mirar cajas y pensar: ¿cómo chucha acumulamos tantas cosas? Pero también cuatro oportunidades para preguntarnos: ¿Qué vida queremos construir?
Y aquí es donde quiero ser muy honesto, porque hay que ser muy weón para no reconocerlo: esto lo cuento desde el privilegio, porque no todas las personas pueden elegir, probar, equivocarse, rearmarse y soñar.
Nosotros hemos tenido la posibilidad —y la fortuna— de movernos; de armar hogares desde cero, de probar lugares, estilos, tamaños, vistas y desde ahí, desde ese probar constante, encontrar claridad.
Nos dimos cuenta de que no nos gustan los espacios grandes. Nos gusta sentirnos contenidos, no dispersos. Nos dimos cuenta de que lo que nos importa no es estar cerca de lugares “de interés”, sino cerca de nuestras personas de interés. Nos dimos cuenta de que necesitamos naturaleza, pero no cualquier naturaleza: necesitamos verde. Esa naturaleza que crece rebelde entre las grietas del pavimento, la que huele a una mañana fresquita, la que cierra sus hojas si la tocas con suavidad.
Vivimos un año frente al mar con una vista increíble, de esas que la gente sueña tener. Pero aprendimos que incluso el mar, si lo ves todos los días, se vuelve parte del paisaje. Parte del mobiliario. Y ahora queremos extrañarlo un poco.
Queremos volver a emocionarnos cuando lo veamos de nuevo porque, si algo nos quedó claro, es que el asombro también necesita distancia.
Este nuevo hogar llegó de forma inesperada, como llegan las cosas que están destinadas a ser. Llegó con coincidencias que te hacen pensar “esta weá no puede ser casualidad”. Y aunque nuestra familia y amigos ya están haciendo apuestas sobre cuánto vamos a durar aquí (con justa razón), nosotros sentimos —por primera vez— que este lugar sí es.
Este cambio se siente definitivo y no porque tenga que durar para siempre, sino porque hoy nos elige tanto como nosotros lo elegimos a él.
Y así, para nosotros, es como se debe sentir un hogar.
Porque al final el hogar no siempre es un lugar. A veces es una certeza de esas que no sabes explicar con palabras pero que sientes en cada fibra del cuerpo.
Con cariño (y una bodega llena de cosas que no supimos dónde poner),
Antu.
8 casas, sí hice memoria y ya son 8 casas, 3 de infancia, 5 en mi vida adulta, 2 en lugares que me recibieron por 6 meses y que eran solo una pieza con lo necesario, en una pase el terremoto del 2010 en Ovalle, en la otra mis vecinas de cuarto sabían que había llegado porque andaba con las pantuflas que mi abuelo me regalo porque no las ocupaba, y yo tenia la manía de arrastrarlas jajaja.
Dos más de intentos de vida en pareja, y esta tercera, mía mía, arrendada pero es mi espacio, mis cosas, mi desorden, mi orden, mis aromas y las bombas atómicas de mi gato Conde Gilberth Catula, alias "condecito", alias "weon", alias "bajate de ahí!" y los pelos de la Reina Almendra.
Sí, cambiarse de casa tiene todo eso, de aire nuevo, de sueños y esperanzas nuevas o renovadas, de ganas de convertir esas paredes, techo y piso en tu hogar.
Disfruta este nuevo capitulo en la N°15 :)